1 de agosto de 2010

Se la jugaban





   Aparece en Bartolomé de las Casas otra referencia inquietante a nuestro juego. Hace meses hablábamos del biologismo según el cual aquellos que tienen la cabeza "de la hechura de una nao" son prudentes, próvidos, circunspectos y grandes jugadores de ajedrez. Cuando publicamos aquel maravilloso extracto un genio lo leyó como un precedente claro de las reflexiones de Cesare Lombroso, padre del positivismo criminológico, un hombre capaz de dictaminar tipos de delincuente a partir del estudio de asimetrías craneales, formas de mandíbula, orejas, arcos superciliares, etc.

   Ahora, en realidad, no estamos ante una referencia, sino ante un texto que  remite a un testimonio precedente, aparentemente perdido. Nos encontramos al Licenciado Espinosa al mando de sus hombres, saqueando las tierras de Darién, actual Panamá. A su paso va matando indígenas y robando su oro. Primero lo había hecho en tierra de los súbditos de Quema, que había recuperado para sí cierto oro sustraído anteriormente; luego, en tierra del cacique Chicacotra, «donde no menos estragos creo que hizo, según la costumbre y fin que llevaba»; por fin, llega a Darién, y allí introduce a unos dos mil esclavos que comienzan a matar a aquellos que los atacan para protegerse de la invasión y a aquellos que son «gentes pacíficas, quietas en sus casas» En este punto, el dominico remite al testimonio de una obra malograda «en aquella simplicidad no santa» que un seglar, Tobilla, habría escrito bajo el título Barbárica. Por lo que Bartolomé de las Casas dice, Barbárica parece diferir en tipo y tono de la Historia de las Indias. Sin embargo, hoy, a tenor del fragmento que el dominico nos transmite, es difícil pasar por alto su lectura en clave de denuncia:

Y para que esto así parezca, sin que de mí solo salga, quiero aquí referir las palabras que Tobilla dice, seglar y uno de ellos, que anduvo después en aquellos pasos, como dije, y que asaz favorece aquellas entradas, en una historia que quiso hacer y llamó Barbárica, y que parece haber muerto en aquella simplicidad no santa. Este dice así, hablando de Espinosa en aquella jornada y tocando de los esclavos: «Traía largos dos mil cautivos, que, para llevarlos los mercadantes a la Española, valían entonces muchos dineros; de donde nació la tan presta como miserable caída que estas infinitas gente dieron, pues con la codicia del mucho oro que por ellos en el Darién los tratantes les daban, todo el tiempo que fuera de sus muros se veían, así al de paz como al de guerra ponían en hierros; andando tan sin freno esta osadía entre los compañeros y los mismos capitanes, que así compraban las mercaderías con sus aprisionadas gargantas, como si fueran la misma moneda, sin haber ninguno de tanta conciencia que se parase a mirar si era esclavo justamente, aunque según la injusticia con que todos lo eran, bastaba saber que la codicia causaba su cautiverio, no embargante que para mí tengo no ser menos excusa el ejemplo que Pedrarias les daba, pues en su mayor contentamiento jugaba al ajedrez la libertad de aquellos más que miserables» Estas son las palabras de Tobilla formales. Jugaba Pedrarias sus cincuenta y cien esclavos, y quizá quinientos (como otros gobernadores después hicieron, por ventura por su ejemplo), de los que le habían de caber de su parte, que había de enviar a saltear.

   Esta práctica habitual de jugarse al ajedrez la libertad de esclavos durante la colonización ―jugarse, al cabo, su vida― no es una tradición surgida allende los mares, pues tiene un contrapunto peninsular que lo precede. Y resulta cuando menos inquietante la constancia de que, en su primera forma conocida, los amables ajedreces vivientes, tan célebres y celebrados hoy en ciudades centroeuropeas y tan comunes en nuestras fiestas populares, en su origen decidieran la vida de aquellos que se transformaban en piezas. Así, como dice Eduardo Stilman, poco antes de ser asesinado, el inquisidor San Pedro Arbués disponía reos sobre un gran tablero donde las piezas capturadas morían de veras.

   Por otro lado, no sabemos más detalles del tipo de apuesta que se entablaba entre los colonizadores. Si eran los mismos esclavos los que luchaban por su libertad frente a Pedrarias; si era otro lugarteniente quien representaba a uno, dos, tres, un grupo; si cada jugador se jugaba no la libertad de sus esclavos entendida en términos generales, sino la libertad de abandonar una escuadra para pasar a formar parte de otra, tal vez la de quien ganaba la partida; si había una especial situación para las vidas de los esclavos que la partida había decidido suspender en tablas, etc.  Lo cierto es que debió ser práctica muy extendida, y, por lo tanto, lícito resulta suponer que todas estas variantes en algún momento llegaron a darse, acompasadas con muchas otras. Como todo juego que se repite periódicamente, las variaciones debieron de ramificarse y confundirse en ocasiones con la forma original de jugarse la libertad de uno o varios esclavos en un territorio determinado. De hecho, lo lógico es que cada territorio hubiese instituido una tradición propia cuyo factor diferencial fuese presentado no como una variante sino como un rasgo original del juego. Como sucede, a partir de la publicación de Éloge de la variante, con los estudios filológicos de fuentes medievales, no parece conveniente aquí plegarse a la religión de la reconstrucción de la  forma original, genuina. El método de Procusto, que cortaba o extendía las extremidades de sus víctimas para adaptarlas al lecho al que las ataba, nos reenviaría al s. XIX. Más bien, en lugar de reducir la heterogeneidad de las propuestas a un modelo primigenio, quien quiera especular en este sentido  haría bien en entender que la naturaleza de las distintas formas de acuerdo en torno al tablero reside precisamente en las posibilidades de variantes que presenta. Y dudar, cuando se vea o vea a sus retoños en trance de ser alfil o peón de rey en las fiestas de su pueblo, entre servir al bien común entregando su vida para ganar la partida o dejar que la comunidad fenezca con él en pie.


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